Grupo de Investigación Fran-Can

Relaciones interculturales franco-canarias

 

 

 

 

 

 

 

Presentación

"Les Isles Canaries" por P. du Val d'Abbeville, 1653

            Los espacios insulares han sido considerados, en todas las épocas y en todas las latitudes, un sitio privilegiado para que en él se desarrollen los hechos más excepcionales y maravillosos, ejerciendo así una capacidad de fascinación que, en buena medida, se ha mantenido inalterada hasta nuestros días. Del mismo modo, el motivo insular ha estado indisolublemente asociado al desplazamiento, puesto que el encuentro con la isla sólo se produce tras haber viajado, aunque tan solo sea a través de la imaginación. Todo ello explica que las islas –ya fueran reales o ficticias– se hayan convertido en un territorio mítico propicio para ser concebido como un enclave paradisíaco o como un recinto maldito.

            El Archipiélago Canario, además de poseer estas cualidades, cuenta con una serie de valores añadidos que lo predisponen aun más a formar parte de la “geografía mítica”. Así, a su emplazamiento en el “tenebroso” Océano Atlántico, más allá de las columnas de Hércules, en el confín occidental del mundo conocido, se añaden su condición montañosa, la benignidad de su clima y su exuberante vegetación. De ahí que, ya en diversas fuentes grecolatinas, estas islas aparecieran como un locus amœnus, sede de tópicos como los Campos Elíseos, las Islas de los Bienaventurados, las Islas Afortunadas, el Jardín de las Hespérides o como restos de la Atlántida, por lo que no es de extrañar que los navegantes europeos, conocedores de estas historias –a las que se añade la leyenda medieval de la isla perdida de San Brandán– lleguen a estas tierras con las expectativas que les proporciona el bagaje de una larga tradición de sueños edénicos.

Sin embargo, no será hasta bien entrada la Edad Media cuando estas tierras se conviertan en un espacio familiar para los marinos que surcan el Atlántico, lo que propiciará su “redescubrimiento” en 1402 de la mano de los caballeros franceses Jean de Béthencourt y Gadifer de la Salle, quienes emprenden su conquista en nombre del rey Enrique III de Castilla. La crónica que redactaron los capellanes de esta expedición, conocida como Le Canarien, representa uno de los primeros testimonios franceses de la navegación atlántica y constituye el primer documento de la historia “moderna” del Archipiélago. Así pues, con este relato da comienzo una relación, prácticamente ininterrumpida, entre Francia y Canarias que se ha ido afianzando gracias a muchos franceses que, por distintas razones y de diferente manera, conocieron estas islas y contribuyeron a proporcionar a sus compatriotas una interpretación plural de la realidad insular y, consecuentemente, a forjar la presencia de Canarias en su imaginario colectivo.

Uno de los pilares fundamentales que sustentan las relaciones franco-canarias reside en el legado escrito y gráfico que dejaron las numerosas expediciones marítimas que desde entonces, y sobre todo a partir del siglo XVIII, recalaron en las Islas. En la mayoría de los casos se trataba de campañas de carácter científico que, en unas ocasiones, llegaban con el objetivo específico de realizar determinados experimentos o informes y, en otras, aprovechaban su paso por el Archipiélago para poner a punto sus instrumentos, iniciar sus recolecciones, subir al Teide o, simplemente, plasmar sus impresiones acerca de estas tierras. La nómina de ilustres marinos y naturalistas que dejaron constancia de su estancia a través de diarios, relatos o memorias no es nada desdeñable, del mismo modo que las observaciones, descripciones y estudios que realizaron in situ se han revelado primordiales para el conocimiento de la historia y, sobre todo, del medio natural del Archipiélago. Nombres como los de André-Pierre Ledru, Jean-Baptiste Bory de Saint-Vincent, Sabin Berthelot, René Verneau, Joseph Pitard, entre muchos otros, así lo atestiguan.

Es preciso reconocer también que las noticias que llevaban estos viajeros al continente contribuyeron a despertar el interés o la curiosidad de sus compatriotas por unas lejanas tierras que eran identificadas como las Islas Afortunadas. De ahí que ya desde el siglo XVI, al menos, algunos escritores las evoquen en sus relatos o poesías o que, más adelante, se sirvan de ellas como marco de sus obras. Ya fuera bajo el nombre de Canarias o de Afortunadas, ya fuera fruto de una experiencia viajera o de un conocimiento indirecto, las Islas se irán convirtiendo –a través de su carácter mitológico, su historia, sus leyendas, sus habitantes y sus costumbres, sus paisajes o sus productos naturales– en un motivo o referente al que acudirán autores tan significativos para la cultura francesa como, por ejemplo, Rabelais, Ronsard, Saint-Amant, Bernardin de Saint-Pierre, Chateaubriand, Victor Hugo, Jules Verne, André Breton o Michel Houellebecq. Asimismo, fotógrafos, cineastas, pintores, escultores o músicos encontrarán en el Archipiélago un lugar de inspiración.

No se puede obviar, por otra parte, que en esta relación también han intervenido, de una manera u otra y en fechas muy distintas, diversos personajes de la vida canaria, bien acogiendo al francés que llegaba a las Islas, bien porque ellos mismos ayudaban a difundir la imagen de Canarias en Francia. No son pocos los ejemplos en un caso y otro, pero bastaría señalar a Tomás de Saviñón, los hermanos Juan y Tomás de Iriarte, José de Viera y Clavijo, Cristóbal del Hoyo o José Clavijo y Fajardo en la época de la Ilustración; al médico y etnógrafo Gregorio Chil y Naranjo y al embajador y político Fernando de León y Castillo en el periodo de entresiglos, o a los escritores y artistas de las vanguardias del primer tercio del siglo XX: Óscar Domínguez, Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdahl, Pedro García Cabrera y demás miembros del grupo “Gaceta de Arte”.

En otro orden de cosas, una muestra evidente del arraigo y pervivencia de la huella francesa en las Islas es el considerable número de topónimos y antropónimos de procedencia gala que en ellas abunda. Así, entre los primeros –que, en muchos casos, se remontan a los tiempos de la conquista– podemos citar el del pueblo de Betancuria en Fuerteventura; Playa Francesa, Las Betancoras, Islote de Betancores o Maciot en Lanzarote; Islote del Francés en La Graciosa; Barranco de los Franceses y Costa de Franceses en La Palma; El Francés, El Risco del Francés, La Maleza del Francés, La Cruz del Francés (o de los Franceses), Los Franceses, El Roque de Francés y la Banda de Francés en La Gomera; o La Francia, Fuente del Francés, Vuelta del Francés, La Betancora, Lomo de Betancor, Lote de Betancor y Presa (o Tanque) de los Betancores en Gran Canaria. En los patronímicos de las familias canarias encontramos, asimismo, una prueba más de esta relación: uno de los apellidos más arraigados es el del conquistador Béthencourt (con sus distintas variantes fónicas y gráficas: Betancor, Betancort, Betancur, Betencur, etc.); otros proceden de familias francesas –o francófonas– que se asentaron en el Archipiélago en diferentes épocas, bien por razones comerciales, políticas o de otra índole, como es el caso de los Auyanet, Baudet, Baulén, Beautell, Berriel, Bigot, Bobet, Boissier, Bonnet, Casalón, Champsaur, Chevilly, Claverie, Croissier, Debrigode, Diepa, Duchemin, Dugour, Febles, Fernaud, Frigolet, Gopar, Grimón, Guigou, Jaubert, Hardisson, La Roche, Maffiotte, Maillard, Marichal, Martinón, Massieu, Melián, Mustelier, Perdomo, Picar, Pomerol, Porlier, Rieu, Ripoche, Samarin, Sarraute, Umpiérrez (Dumpiérrez)…

Se constata así, pues, que a lo largo de estos seis siglos se ha ido fraguando un profundo vínculo que merece la pena ser estudiado y difundido. Ese es el propósito que anima a los miembros de Fran-Can desde hace ya unos años.

José M. Oliver Frade
Coordinador de Fran-Can

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